miércoles, 9 de abril de 2008

Lectura de Miguel Lecumberri y Juan Carlos Abreu en la Bótica de San Ángel

Por José Manuel Ruiz Regil


26 de marzo 2008

La bitácora de marzo de editorial VersodestierrO propulsada por los poetas Andrés Cisneros y Adriana Tafoya, señala la mezcalería Botica San Angel como sede de la primera lectura de poesía itinerante del 2008, en el mes de la poesía. A pocos metros de la Plaza San Jacinto (Jardín del arte) desperezan sus voces del tráfago urbano dos poetas disímbolos. Su dialéctica fraterniza en la admiración recíproca, y en el feliz acaecimiento de la presentación de sus poemarios.
Delirium Videns, de José Miguel Lecumberri, más que una plaquette que se leyera, quisiera ser un carrete elegíaco de leyendas cinematográficas proyectadas sobre la pantalla memorable del amigo ido. Imágenes a partir de otras imágenes que sugieren imágenes. La poesía está en el canto. Dos, tres poemas arrebatados al tiempo cantan la poesía de la lente, a los personajes y sus leyendas, a las historias entreveradas y a las anécdotas que no registra la pantalla.


José Miguel Lecumberri en la lectura

Letras vencidas, cartas marcadas, de Juan Carlos Abreu y Abreu, sarcófago de intimidades compartidas, no con impudor, sino con la veladura oficiosa de un alma arrestada en el Samsara, que de tanto rodar canta al hastío, al desconsuelo, la incertidumbre y la congoja, con aliento templado de gresca espiritual. Y sin embargo, no solo mantiene la belleza del misterio, sino que además la muestra con sobrada compasión y un dejo de asumida derrota “...heme aquí, nunca supe transitar del desconsuelo a la esperanza”.
Embebidos de una luz verde-ambarina, los asistentes a Botica San Angel demandan sus remedios a los brujos de la palabra, a los chamanes del verbo. A sus espaldas, la vitrina reflejante exhibe sus esencias en diminutos frascos multicolor. Destella luces que han de chocar con el sonido emanado de los vates. Se asoman parroquianos al 10 C de la calle Francisco I. Madero. Escuchan. No comprenden. Miran. Sólo ven. Intervienen. Preguntan. Desconciertan. Apenas se acostumbran a entender que sí, allí, junto al mostrador, delante de tanto pomo hay un par de poetas disímbolos, comulgando con la palabra.
Abreu despliega su ofrenda ritual de fatalidad; trasciende su vocación de avatar y narra los efectos de una rendición ontológica, cantando unas “letras vencidas” cual irrefutables plazos de destino. Con el desconsuelo de quien recuenta los daños para descubrir que “no era necesario” casi nada, porque al final, ni la muerte acaba.
Lecumberri, excusa confusión y se suma al canto de Abreu demostrando su todavía más afortunado aliento ensayístico para hacer exégesis de las marcadas cartas de su compañero, y fungir como inductor inspiracional, atando a los versos cabos de genealogía, a la indómita voz que trasciende los ciclos.
Transcurre la noche entre el Delirium de Lecumberri y las muescas mánticas de Abreu. El local verdepistache se imanta de poesía. Canta el distintivo maguey de acrílico sobre fondo rojo. La rockola carraspea de nuevo un CD Comensales intrusos al ritual del verbo se imponen con ordinaria sordera. Pareciera que nada pasó. Es invisible el poder evocado. Todo será desvelado en la lectura. Box Populi, la Colección.

Juan Carlos Abreu y Abreu durante la lectura.

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